Desde mi ventana le veo todos los días. Cada poco sale a la pequeña terraza a fumarse un cigarrillo, no sin antes coger un cenicero pudiendo fácilmente echar la ceniza a la calle. Se pasa allí muchas horas.
Alto y bien vestido. Me fijo en sus manos, las muñecas siempre dobladas, eso no le impide ser él. Mira a la gente que pasa, no acierto desde aquí a verle los ojos, pero la distancia me permite imaginarlos.
Tiene un algo especial. No sé la edad pero ya ha pasado gran parte de su vida. Me puedo permito imaginar, habrá sido? Habrá tenido?…… eso no me importa. Él ES.
Ahí está de nuevo!, su alta silueta destaca entre la pasividad de la fachada.
¿Puede alguien sentir cercano a quien no conoce? Yo sí. Quisiera ir a verle, escuchar sus historias, sus recuerdos, la mella que el paso del tiempo ha hecho en él.
Nunca sale a la calle, quizás su cuerpo ya no se lo permita.
No come ni cena con los demás, cena en la cocina con las enfermeras, sí, vive en una
residencia de ancianos. Ellas le miman, están atentas a sus mínimos movimientos.
En la otra esquina del piso está el salón, grande y luminoso, donde siempre hay más personas. En verano, salen a otra terracita a que les de el sol, unos llevan gorra, otros el pañuelo en la cabeza, otros el gorrito de papel de periódico, como aquél que nos poníamos de pequeños imitando a Napoleón.
Siempre he tenido un sentimiento especial ( no necesariamente de pena o compasión) hacia las personas mayores, no he compartido mucho tiempo con mis abuelos en la infancia, es algo que me he perdido y hasta he envidiado a los que sí pudieron hacerlo.
Me gustaría verle reír, y sé, desde la distancia, que le veré reír. Muchos llegaremos a “ser mayores”, no es un castigo, es la vida.